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2020, el año en que los famosos dejaron de interesarnos.



...NO HAY TIEMPO PARA CIRCOS. La cultura de la celebridad ha sido lo único que durante décadas nos ha unido como comunidad: conocer, consumir y criticar es a veces lo único que tenemos en común. Pero este año ha habido una preocupación común mucho más importante. Y el pueblo ha recalibrado sus prioridades.


En la antigua Roma, los poderosos se refugiaban en sus casas de las montañas cada verano para evitar la malaria de las grandes urbes. Durante la Gran peste de 1665 el rey Carlos II y su corte huyeron a Oxford, una región en la que los plebeyos no podían entrar. Cuando el acaudalado distrito Broad Street de Londres vivió un brote de cólera en 1854, tres cuartos de su población se desplazó a sus segundas residencias y solo los más pobres se quedaron a esperar la muerte. El privilegio en tiempos pandémicos no es un fenómeno nuevo. Pero en 2020 los famosos lo han exhibido en Instagram.


El año empezó con la victoria de Parásitos, una sátira surcoreana sobre la desigualdad extrema de clases, como la primera película de habla no inglesa en ganar el Oscar. Lo que parecía (y es) un hito para la globalización cultural ha acabado funcionando como una metáfora perfecta de 2020: cuando Jennifer Lopez compartió en marzo un vídeo de su hijo disfrutando de la cuarentena en un jardín del tamaño de un campo de fulbito, muchos usuarios respondieron haciendo referencia a Parásitos.


La lluvia es una bendición”, musitaba la (bienintencionada) millonaria en la película surcoreana mientras el sótano donde vivía la familia de pobres se inundaba. “Lo maravilloso de este virus es que es un gran ecualizador: no importa cuándo dinero tengas, todos caeremos juntos”, predicaba Madonna en marzo metida en una bañera con pétalos de rosa. En 2020, la civilización se ha convertido en su propia parodia.


En el mejor de los casos las celebridades cumplen dos funciones sociales. Por un lado, ejercen como ídolos aspiracionales en un sistema capitalista que ensalza el éxito individual por encima del éxito de la comunidad: su estilo de vida estimula a la clase media a trabajar duro para tratar de alcanzarlo. Por otro lado distraen a las masas de los temas sin remedio, en una versión 2.0 del pan y circo de toda la vida. 


También permiten hablar de nosotros mismos: cuando uno defiende o critica a una celebridad lo que realmente está haciendo es expresar su posicionamiento sociopolítico. Durante las últimas tres décadas, el sistema fue facilitando a la clase media trabajadora la opción de sentirse una celebridad mediante fetiches como pasearse por la calle con un café sobre-preciado en vaso de cartón, vistiendo a la moda por unos pesos o exhibiendo su intimidad y alardeando de su nivel de vida en plataformas públicas como Instagram.


Y llegó entonces la era del activismo pop. Las celebridades empezaron a reconducir la atención masiva que recibían a la visibilización de causas sociales. No es culpa de los famosos, por tanto, que se hayan acabado creyendo gurús, activistas o directamente mesías: la cuarta ola del feminismo no estalló en las calles, en las oficinas, ni en los parlamentos sino en Hollywood con un grupo de actrices alzando su voz para denunciar los abusos sexuales sistemáticos en la industria del cine. 


En marzo, durante las primeras semanas del confinamiento, la actriz de Wonder Woman,  Gal Gadot organizó un vídeo para animar a un mundo asolado por el coronavirus en el que varias estrellas cantaban Imagine de John Lennon (y en el que Natalie Portman se grababa en exteriores, quizá, para no cantar “imagina un mundo sin posesiones” desde su casa de 5.5 millones de euros). Fue recibido con sorna, estupor e indignación tanto en la sección de comentarios como en los editoriales de prensa. 


Un usuario en Twitter publicó el vídeo acompañado de la fortuna estimada de cada uno de los participantes, que oscilaba entre el millón de euros y los 150 millones. El vídeo parte de la base de que los famosos tienen alguna especie de poder curativo. Que su sola aparición cantando un himno pacifista haría automáticamente sentirse mejor a los millones de anónimos confinados en sus casas. Pero tal y como indicaron las respuestas al vídeo, lo que el mundo necesitaba no eran canciones sino material sanitario.


“Entre los impactos sociales del coronavirus está el desmantelamiento del culto a la celebridad”, indicaba Amanda Hess en el New York Times. “Los famosos son embajadores de la meritocracia, representan la aspiración americana a la riqueza mediante el talento, el encanto y el trabajo duro. Pero el sueño de la movilidad de clase se disipa cuando la sociedad se confina, la economía se encalla y los muertos se amontonan. La diferencia entre vivir en un apartamento o en una mansión nunca ha resultado más obvia. Mientras las estanterías de los supermercados se vacían, algunos están sugiriendo que quizá ha llegado el momento de comerse a los ricos”.


Durante el confinamiento, millones de personas tuvieron que enfrentarse a su propia conciencia de clase, a sus viviendas sin luz y a la incertidumbre económica. Para muchos la ilusión de que eran clase media colapsó y además, cuando miraban el móvil como la única ventana al mundo que tenían, solo veían gente más privilegiada que ellos. Y llegaron a la conclusión de que nunca han sido ricos y nunca lo serán. Solo hacían historias como si lo fueran.


Muchos famosos se tomaron la revolución de las redes sociales como una oportunidad para mostrarse tal y como son, sin intermediarios, sin caer en al cuenta de que en muchos casos si despiertan tantas pasiones entre el público es precisamente gracias al trabajo de todos esos intermediarios. Su necesidad de atención y su narcisismo se les han vuelto en contra. Desde que estalló el virus, han pasado las siguientes cosas: la actriz Evangeline Lilly (Perdidos) aseguró que prefería “la libertad” y se negaba a encerrarse “solo por una gripe”. El actor Woody Harrelson compartió un vídeo que vinculaba el coronavirus con las redes 5G y señaló que no lo había “leído con detalle” pero lo encontraba “bastante interesante”. 


El rapero Drake decretó el inicio de su confinamiento en su mansión de Toronto de 80 millones de euros, que incluye una cancha de baloncesto del tamaño de las de la NBA. “Es una bendición vivir así”, le comentó el cantante Justin Bieber a la modelo Kendall Jenner durante un directo en Instagram, “mucha gente está atravesando una mala situación, pero nosotros hemos trabajado duro para conseguir esto así que no puedes sentirte mal por lo que tenemos”. “¿Hasta julio? Menuda chorrada”, criticaba la actriz Vanessa Hudgens respecto al confinamiento primaveral, “lo siento, pero es un virus, lo pillo, lo respeto. Pero a la vez, incluso si todo el mundo lo contrae, la gente va a morir. Lo cual es terrible, pero inevitable. No sé”.


La socialité Chrissy Teigen recomendó que si había que quedarse en casa no había plan mejor que pedir comida de Goldbelly: “Ahora mismo me están trayendo sopa de almejas desde Boston”. Arnold Schwarzenegger, una de las estrellas del confinamiento gracias a sus vídeos con sus burros Whiskey y Lulu, despertó malestar cuando recordó a la gente que tenía que quedarse en casa a través de un vídeo en el que aparecía metido en un jacuzzi en su jardín fumando un puro. El chef televisivo estadounidense Bobby Flay inició una campaña en GoFundMe para pedir donaciones para pagar a sus empleados cuando su fortuna se estima en 25 millones de euros. Cuando la estrella del pop Pharrell solicitó a sus seguidores que donasen varios de ellos respondieron que, con un patrimonio de en torno a los 150 millones, donase él su propio dinero. 


La cantante SIa publicó en su Instagram una ilustración en la que la palabra “Virus” tenía tachadas sus tres primeras letras para resaltar “Us” (nosotros), un gesto tan bienintencionado como vacío de todo significado. Y la conclusión que cabe extraer de estas actitudes es que los famosos, en realidad, sí están convencidos de que “todos somos iguales”. Ellos creen saber cómo se sienten los anónimos sin ahorros. Y hasta les resulta emocionante hacer cosplay con la clase media.


La presentadora Ellen DeGeneres, que grababa su programa desde su casa, aseguró que se sentía como “en una cárcel” porque llevaba “diez días con la misma ropa y todo el mundo es gay”, un chiste desafortunado teniendo en cuenta que los movimientos de cámara permitían adivinar que solo en el porche de DeGeneres había cuatro mesas con sus respectivos juegos de sillas y sofás y que su jardín era directamente un bosque. A continuación, la presentadora llamó a algunos de sus amigos famosos (a Jennifer Aniston la pilló haciendo limpieza) con los que mantuvo las conversaciones más tediosas, anodinas e incómodas que ninguna estrella ha ofrecido por televisión.


El formato de fama moderno ha ido despojando a las estrellas de su misterio. El caso más evidente en España ha sido el de Miguel Bosé: una de las estrellas del pop más duraderas de la nación, un icono cultural, pionero en la fluidez del género como artefacto artístico y celoso protector de su propia mística, bajó a la Tierra durante el confinamiento solo para mostrar lo lejos que está de ella. Para toda una generación de jóvenes, Bosé no es más que un señor que explica teorías de la conspiración desde una casa iluminada como un sótano.


A falta de películas, canciones o productos que promocionar, muchos famosos se vieron incapaces de renunciar a la atención del público y decidieron promocionarse a sí mismos. Pero el caso de Jennifer Lopez, por ejemplo, no es culpa suya: ella se ha forjado un imperio basado en una imagen de sexo, lujo y exceso desafiando los prejuicios (es una mujer latina que usa su cuerpo como reclamo), lo cual le ha otorgado poder. Lopez solo ha seguido haciendo lo que la convirtió en una estrella: restregarnos lo espectaculares que son ella y su estilo de vida. Es el público quien ha cambiado. Los verdaderos millonarios, los ejecutivos de las empresas tecnológicas o petroleras, no van por ahí ostentando su riqueza. Lo que ha sido la perdición de las celebridades, en definitiva, ha sido su vanidad. El culto a la riqueza ajena lleva siendo un fenómeno cultural (a través de reality shows, stories de Instagram o, desde hace muchas décadas, las portadas de las revistas del corazón): existe gente que solo es famosa por ser rica y mostrárselo a los demás.


Y como las Kardashian son las arquitectas de la cultura de la celebridad moderna, sus extravagancias durante la pandemia han sido las más rocambolescas. Khloe Kardashian decidió gastarle una broma a su hermana Kourtney esparciendo por toda su casa rollos de papel higiénico justo cuando los supermercados estaban desabastecidos. “Hacía meses que no me divertía tanto”, escribió Kourtney en Instagram. Cuando se acercaba su 40º cumpleaños, Kim aclaró que no pensaba celebrarlo dadas las circunstancias. Luego cambió de opinión y, tras pedir a docenas de allegados que hiciesen cuarentena, los fletó a una isla privada donde pudieron “fingir que todo era normal durante unos momentos”. Su marido, Kanye West, la sorprendió con un holograma de su padre Robert Kardashian. La estampa fue percibida en internet como la confirmación de que vivimos en la realidad alternativa más delirante de todas y que la comedia negra se estaba convirtiendo en una película de terror.


Menos de una semana después, su hermana Kendall celebró Halloween con una fiesta de cien invitados que culminó con la imagen que mejor ha capturado la monstruosa desigualdad social que todos hemos redescubierto en 2020: Kendall soplando las velas en una tarta sostenida por un camarero con mascarilla que aparta la cara para no respirar el aire de la modelo.


“Que Kim no pudiera resistirse a tomarse esas vacaciones, y sin duda no pudiera resistirse a mostrarlas en redes sociales, sugiere lo bien que ella comprende el atractivo de su familia”, analiza Spencer Kornhaber en The Atlantic. “Ese atractivo no radica en las dinámicas interpersonales, ni en las personalidades individuales. Lo que resulta más atrayente (por indignante) para el gran público han sido las noticias de que esta familia puede, en efecto, comprar una huída de la pandemia. ¿Para qué sirven las Kardashian si no es para hacer gala de sus lujos y de su impunidad? Para nada”.


2020 ha preferido otro tipo de famosos. Pocas personas han recibido más atención (y simpatías) en España que Fernando Simón. Las noticias que más interés han despertado han sido las de los científicos trabajando a destajo para dar con la vacuna. Y ninguna bronca de reality show ha despertado tantas pasiones entre el público como el pulso entre Pedro Sánchez e Isabel Díaz Ayuso. En Estados Unidos un homenaje al director del Insituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas Anthony Fauci se convirtió en uno de los vídeos más compartidos del año en TikTok. 


En julio toda Gran Bretaña celebró al veterano de la Segunda Guerra Mundial Tom Moore, de 99 años, que recaudó 30 millones de euros dando cien vueltas a su jardín con ayuda de un andador. En Nueva Zelanda el director general de sanidad Ashley Bloomfield se convirtió en la figura más popular de la nación. En julio, la edición británica de Vogue sacó en su portada a tres profesionales de la seguridad social.


En defensa del gremio de las celebridades, algunas sí han puesto su talento y creatividad al servicio del público para animar las tediosas tardes de confinamiento. Meryl Streep generó, junto a Christine Baranski y Audra McDonald, uno de los momentos más entrañables de la cuarentena brindando y cantando Ladies Who Lunch, de Stephen Sondheim, en el 90º cumpleaños del compositor. Patrick Stewart leyó sonetos de Shakespeare. 


La estrella del pop británica Sophie Ellis-Bextor organizó una serie de actuaciones (Kitchen Disco) en su cocina que han revitalizado su carrera. Patti LuPone ofreció un hilarante tour de su sótano, plagado de recuerdos y souvenirs de sus cinco décadas triunfando en Broadway. Britney Spears, por su parte, se erigió como un icono comunista cuando compartió en Instagram un manifiesto del artista Mimi Zhu en el que promulgaba la redistribución de la riqueza, la solidaridad y la huelga. 


En España, la versión de Agapimú que lanzaron Ojete Calor con Ana Belén se convirtió en el himno extraoficial del confinamiento: cada vez que Ana Belén cantaba “oh, agapimú” elevaba el espíritu de quien la escuchase. Del mismo modo, Ana Milán se convirtió en la mejor amiga de España gracias a sus directos de Instagram.


Al consumir a los famosos fuera de su contexto (las alfombras rojas, las galas, los platós de la televisión), el público ha perdido el interés en ellos. La cultura de la celebridad ha sido durante años, por momentos, lo único que nos ha unido como comunidad: conocer, consumir y criticar a los famosos es a veces lo único que tenemos en común. Pero en 2020 ha habido una preocupación común mucho más importante. Y el pueblo ha recalibrado sus prioridades: cuando no sabemos si habrá pan mañana, no hay tiempo para circos.

Por JUAN SANGUINO
Para El País - España