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El escritor, un cronista de su época

Pienso, que el escritor, en general, el novelista, el poeta, el ensayista, el cuentista, en fin, todos los que se dedican al arte de acomodar palabras, son también a la vez, sin proponérselo, verdaderos cronistas de su época.


En efecto, más allá de la interpretación intrínseca de lo que el artista quiso expresar en su obra, su sola forma de escribir, sin considerar lo bueno o malo que pueda ser el contenido, está ejerciendo, sin advertirlo, la función de puntilloso cronista de su momento, aunque escriba sobre el futuro o sobre los pretéritos, sin importar el tiempo del almanaque en que concentre su labor, siempre escribirá acorde a su momento, con el idioma de su entorno temporal.


Cuando se lee una obra, a veces no advertimos que en ella está retratado, imperceptiblemente, todo el modismo idiomático de una época, y si prestamos la debida atención, podríamos saber hasta en qué año fue escrita, casi con absoluta precisión.


Sin pretender entrar en análisis de calidades, solo al efecto de ejemplo, en la poesía del siglo XIX y principios del XX, casi no existía lo que hoy se llama poesía libre, o "versolibrísmo", que se concentra puntualmente, en eliminar las rimas y las métricas, saliéndose de esquemas preestablecidos y usando metáforas, haciendo pinturas, decires ocurrentes, con palabras muy características del momento cronológico en que se la redactó, aunque quizás, tratando de mantener un ritmo, lo que hace muy fácil localizar la fecha en que se creó, con bastante aproximación.


Si se revisara, por ejemplo, el libro en prosa de Miguel Cané Juvenilia, editado en 1884, encontraremos en él un genuino sabor, casi un aroma enjazminado y prolijamente romántico de esos años de la juventud argentina, de la segunda parte del siglo XIX. Con gran habilidad literaria, Cané imprimió en su obra las historias tragicómicas de los jóvenes de esos años, diría que muy distintas a las supuestas vivencias de los jóvenes de nuestra actualidad, porque evidentemente venían de hogares muy distintos a los de nuestra generación.


En los tiempos de Cané los padres tenían seguramente menos prioridades que la que tienen actualmente nuestros progenitores, la existencia se cursaba con más calma y, sobre todo, consumían menos, sencillamente porque había menos que consumir. Cané marca, por ejemplo, el gran respeto que existía entonces, hacia los profesores; ello constituye todo una crónica temporal en sí mismo.


La literatura de principios del siglo XIX, como sabemos, se caracterizaba por un cierto barroquismo y creería que en José Mármol se encuentra un prototipo clásico de tal aseveración. Este autor que naciera en Buenos Aires en 1817, con su conocida y bella obra Amalia, editada en 1855, ofrece una obra con una ficción contemporánea al autor, que hoy, naturalmente, nos parece histórica.


Esta obra es ajena completamente en su prosa, en su literatura, a la clase de escritura que, para ese tipo de novela se efectuaría hoy, y esto dicho sin propósitos comparativos, respecto a calidad, pero poniendo en relevancia la diferencia marcada de estilos, de modismos e inclusive del uso de la gramática que es notablemente diferente entre la primera parte del siglo XIX y la segunda (esta última es más liberalizada). Podría asegurarse que Mármol estaba influenciado por Chateubriand, Espronceda y Zorrilla, además, por cierto, de lord Byron. Esa es entonces su crónica, los modismos que imprime en su obra, el mobiliario a que hace referencia, los costumbrismos de los patrones y de los sirvientes y, específicamente, la crónica social y política de su momento.


También, si leyéramos a sir Walter Scott, en Ivanhoe, de principios del siglo XIX, nos encontraríamos con una manera de escribir notablemente distinta a la de las mayorías de nuestras obras contemporáneas, pero deja también para la posteridad las crónicas de sus múltiples observaciones. Scott, podría afirmarse, fue el creador de la literatura romántica escocesa y un dedicado leal a la novela histórica.


Modestamente, me dedico a las novelas históricas, pero reconozco que no me es posible sustraerme del vocabulario y de los estilos literarios de la época que me contiene. O sea que por mis libros sería posible, el día de mañana, ubicarme cronológicamente, más allá de que los argumentos estén referidos a pretéritos.


Haciendo abstracción de los argumentos propuestos por los autores y reconociendo que esto no resultaría lo regular, y leyendo fríamente como una prosa sin sentido, encontraremos detalles comunes, precisos de cada época. Cito: “Tráigame un saquito de té”. Esta expresión está marcando, categóricamente un periodo posterior al año 1958, en que recién comienzan a usarse los prácticos saquitos. “Me pondré un jean”, por dar otro ejemplo, se está refiriendo a 1960 en adelante. A pesar que esta prenda en los EEUU es un accesorio legendario, pero no en este país.


Ni que decir si nos refiriéramos a clásicos como El Quijote de la Mancha, editado en 1605, donde encontramos un idioma completamente ajeno al que usamos en nuestro tiempo, sin que ello implique que no se pueda entender ni disfrutar debidamente su extraordinaria calidad literaria, y la originalidad de su melodramático argumento, debemos aceptar que don Cervantes fue también un auténtico cronista de su época.


En los comienzos del siglo XVIII se presenta un fenómeno muy particular, al reemplazar un barroquismo, algo pesado, que representó la característica literatura de ese tiempo, donde cronistas, o poetas, como Graciliano Alfonso, o Faustino Arévalo o Gabriel Álvarez de Toledo, entre muchos otros, se expresaban en sus obras, muy bellas, por cierto, con un cargado barroquismo, como se dijera, pero con testimonios de esos tiempos. Ese barroquismo poco antes de terminar el siglo XVIII, sería reemplazado, poco a poco con un romanticismo que a veces pecaba de empalagoso, pero que también dejaba para la posteridad la pertinente crónica de su tiempo, como el caso de las obras de Gustavo Adolfo Bécquer, Edgar Alan Poe, Víctor Hugo y otros muchos.


Para terminar, permítanme que les cite a la antiquísima composición El Cid Campeador, obra que se refiere a don Rodrigo Díaz de Vivar, del año 1098 posiblemente, y cuyo nombre, que proviene de sidi -señor en árabe- y campeador -experto en batallas-, escrito en castellano antiguo, dice en una de sus partes: “De los sos ojos fortimente llorando, tornaba la cabeca y estabalos catando, vio puertas abiertas e usos sin cañados, alcandras vacías, sin pieles e sin manto e sin halcones nomados”.


Fíjense, al día de hoy, por ejemplo, comúnmente visto, ¿ quién doma halcones? Se trata de una práctica que, obviamente, quedó atrás.


El malabarista de las letras, en definitiva, aunque escriba del presente, del futuro, o de los pretéritos, jamás podrá eludir su función natural, de ser un cronista de su propio tiempo.



© LA GACETA

Por Abel Novillo – Escritor. Autor de 24 novelas históricas.